Thursday, April 20, 2006

El Barsa y los balones del niño Raúl



Desde que era pequeño siempre tuve una extraña fascinación por los balones de futbol, particularmente por los antiguos, esos que parecen pelotas de voleibol pero de cuero color café.

Es como si en alguna vida pasada yo hubiera sido un futbolista profesional y aquellos esféricos me recordaban otros tiempos, otros lugares que tal vez llevo conmigo escondidos en el ADN.

Por muchos años busqué dónde pudiera adquirir una de esas reliquias, pero todo fue en vano. Tuvieron que pasar casi dos décadas para que la marca Umbro se decidiera a sacar una edición conmemorativa del Mundial Inglaterra 66, la cual no tuvo muy buena recepción entre el público. Pero eso a mí no me importaba.

Pagué casi 300 pesos por uno de los pocos que había en Deportes Martí. Llegué a mi casa como un niño codicioso que acababa de robar una dulcería y, ya en la intimidad de mi habitación, pude apreciar por largo tiempo uno de los tesoros más importantes que aún conservo.

El segundo balón creo que me encontró a mí. Yo caminaba por una de las aceras de la Sagrada Familia en una soleada tarde de la capital catalana, cuando me topé con lo que también podría considerarse uno de mis sueños dorados: una tienda exclusiva de artículos del Football Club Barcelona... el mismísimo Barsa.

Ese equipo había estado, sin temor a exagerar, toda la vida conmigo. Todavía recuerdo la final del Mundial España 82; esa tarde habíamos organizado una gran comida en casa con mis compañeros de los Pumitas y vimos a Italia coronarse campeona del mundo. Mi padre, como siempre, había apostado por el equipo equivocado: Alemania. Barcelona, una de las principales sedes del torneo, se convirtió entonces en una ciudad mítica para mí.

Al poco tiempo llegó a mis manos un libro titulado “Los Juniors de Erick” que contaba la historia del checo Erick Castell, supuesto jugador para el Barcelona. También podía sentarme por horas a escuchar a Gabriel Chávez -padre de mis amigos Gabriel, Jorge y Víctor, y una de la personas más cultas que conocía hasta el momento- quien me hablaba del club y de figuras como el mítico Enrique Castro “Quini” que había sido secuestrado para que Barsa no fuera nuevamente campeón.

A mí me nació la conciencia en esos años. El presidente José López Portillo daba golpes en el estrado durante su último informe de gobierno, mientras yo veía las imágenes desde el Camp Nou y escuchaba las historias de Quini, Johan Kruiff y del club que entonces pasaba por uno de sus tantos periodos dorados.

Para 1985 vivieron mis problemas. Hugo Sánchez –el único de mis ídolos que todavía admiro, y mucho- enfilaba al Real Madrid y me habían dicho que se podía estar con Dios o con el Diablo, pero nunca con los dos al mismo tiempo.

Era un pena que el propio Barsa hubiera rechazado tener a Hugo, el mejor centro delantero de todos los tiempos, entre sus filas. Él mismo le dijo a los directivos, muy a su estilo, cuando aún jugaba en el Atlético de Madrid, que podían aprovechar y ficharlo de un vez. Pero el club se negó y cuando el Barcelona volvió acercarse nuevamente, él sólo les contestó: “Se los dije. Ahora hay un compromiso con el Madrid y no me iría con ustedes aunque ofrecieran más dinero... no es una cuestión de dinero, sino de compromiso”.

En los recreos del colegio escenificábamos esos clásicos Real Madrid-Barcelona, donde yo prefería ubicarme en el bando de los Bern Schuster y Steve Archibald.

En el Estadio Olímpico México 68 compraba ejemplares de la revista española Don Balón, que tenían casi un año de retraso, sólo para leer artículos que encabezaban a plana completa: “Quini, el mejor”.

Pasaron muchos años, para que un 21 de marzo de 2006, yo pudiera estar en la tribuna del Nou Camp enfundado en un jersey blaugrana.

Mi amigo Vate y yo habíamos tenido que saltar indistintamente del camión al trolebús para llegar al estadio. Luego subir por unas escaleras –sí, escaleras, no rampas como en el Estadio Azteca que facilitan el ascenso hasta lo más alto del graderío- que por poco hacen que me sofoque mientras escuchábamos que el Getafe acababa de marcar el 1-0.

“Madrid, cabrón; saluda al campeón”... Era el grito con el que me recibió la tribuna del Camp Nou y yo me sumaba alegremente al festejo por un campeonato más.

Ya dentro, el espectáculo tiene por número el 10 y tiene el nombre de Ronaldinho. Nunca en toda mi vida había visto a un jugador correr todo un partido como él lo hace, bajar a la media cancha a recuperar balones y eslabonar los ataques, desbordar por una banda y la siguiente jugada hacerlo por el carril contrario.

“Madrid, cabrón; saluda al campeón”.

“Es normal Vate: tu cumpleaños es el 20 de marzo, el de Ronaldinho es el 21 y el mío el 22”, le dije mientras me empapaba del ambiente del Camp Nou. Familias enteras en la tribuna, mujeres de todas las edades que, por si fuera poco, estaban perfectamente enteradas del equipo e incluso sabían mucho más que varios hombres que conozco y se precian de ser periodistas especializados.

“Madrid, cabrón; saluda al campeón”.

No pude ver al defensa mexicano Rafa Márquez en acción. Justo dos días antes se había lesionado por la carga de trabajo, según los médicos, pero yo estaba seguro que tenía algo que ver su falta de concentración y de ritmo causada por la reciente separación de su esposa, la actriz también mexicana –Adriana Lavat- y su supuesta vinculación con la modelo –puras mexicanas estando en Europa, ¡chingao! Algunos no dejan de ser rancheros nunca- Jaidy Mitchel.

“Madrid, cabrón; saluda al Tiburón”.

Cambié la letra en honor a mis Tiburones Rojos de Veracruz. Cuando soñaba con ser un futbolista profesional, iniciaría mi carrera en los Pumas de la UNAM, de ahí pasaría al Barsa, luego al Ínter de Milan y finalmente me retiraría jugando para el cuadro jarocho. Las lesiones y el hartazgo por la corrupción en el futbol mexicano me cambiaron la perspectiva.

Samuel Eto’o las mete todas. La lente de mi cámara de video capta los dos goles con los que el camerunés consigue dejar un 3 a 1 final, así como la fuerza de Carles Puyol, por mucho el líder de la defensa blaugrana.

La noche es perfecta. Luego de años sin ver a mi amigo, ahora los dos nos festejamos en la tribuna del Camp Nou. La gente está más que contenta por el resultado y un niño más ha cumplido uno de los tantos sueños que ha forjado en el camino.

Con todo esto dándome vueltas en la cabeza y transpirándome por la piel, pagué los 30 euros por un balón, así de los viejitos que me gustan, conmemorativo del 24 de septiembre de 1957: día en que se inauguró el Camp Nou.

Ya de vuelta en México el niño codicioso volvió a resurgir mientras colocaba mi nuevo balón junto al de Inglaterra 66. La colección está creciendo.

Foto y fotoarte americanista: Gerardo "El Arqui" Mosqueda con el celular del propio Vate.

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